De
pronto, un olor a flores me sorprendió. Una
agradable sensación de paz embriagaba mi cuerpo, era como estar entre
algodones. Me acordé de Nana. Recordé, como si estuviese otra vez allí,
aquellos días de verano en los que me quedaba en su casa mientras mis padres
salían al extranjero a trabajar. Nana era una mujer de costumbres y rutinas, y
yo odiaba las rutinas, me producían monotonía y no me gustaba nada esa
sensación. Cada mañana,Nana se levantaba bien temprano, mientras, yo
permanecía en la cama haciéndome la remolona y ella se dedicaba a hacer las
labores de casa. Aireaba las habitaciones dejando pasar la luz de sol y la brisa
mañanera y sacudía las sábanas de las camas. Las hacía volar de un modo mágico,
formando bellas montanas en el aire, para después dejarlas caer nuevamente
sobre el colchón de un modo casi perfecto. Y en la cocina, hacía sinfonía entre
el ruido de las cazuelas, el correr
del agua de la pila y el cuchillo que golpeaba de continuo
la madera, en el juego acompasado de cortar alguna verdura. Recuerdo todos aquellos ruidos como si fuesen un
concierto, un agradable concierto lleno
de vida.
Cuando
me levantaba, Nana tenía preparado mi desayuno preferido, gachas. Unas ricas
gachas con coscorrón de pan frito y su aderezo de canela ¡uuummm! Casi las puedo saborear recordándolas. Después
de desayunar nos íbamos al huerto. Allí pasábamos varias horas. Primero
recolectábamos la cosecha, tersas berenjenas de un color morado vivo y unos
tomates en rama, de un rojo corazón, que tenían un olor fresco. También cogíamos
unos prietos pimientos verdes a los que Nana le encantaba preparar fritos con
unos dientes de ajos y sus granos sal por encima. Las calabazas del
huerto siempre acaparaban toda
mi atención. En aquella época yo era una niña muy impresionable y las calabazas
eran tan grandes que se asemejaban a la cabeza de algún ser extraño, quizá a la de algún ogro de los cuentos de hadas
que tanto le gustaba contarme a la hora de la siesta. Nana hacía unos pasteles
de calabaza riquísimos, pero como yo tenía asociada la calabaza con cabezas de
ogros, al principio sentía reparo de llevarme algo así a la boca, pero recuerdo
que una vez que lo probaba, era imposible no comérselo.
Tras
las tareas del huerto, Nana baldeaba
todo el patio para quitar las heces de los pájaros y de las gallinas que se
escapaban del gallinero y cuando menos me lo esperaba, me sorprendía con un
chorreón de agua, que pese a estar helada, era muy agradable. Aquello siempre
daba paso a una guerrilla de agua en la que no importaba ni la ropa ni los
zapatos, todo valía ¡Qué agradable aquellos juegos con Nana! Cuando
terminábamos de jugar, casi siempre era del mismo modo, ambas muertas de risa,
rendidas y tiradas por el suelo, ella sin zapatillas y con toda la ropa empapada y yo sin ropa
alguna. Entonces Nana se levantaba, se soltaba su larga melena gris y con un
cubo, sacaba el agua del pozo y se lo echaba por encima, todo su cuerpo se
adivinaba bajo sus ropas mojadas y su melena gris parecía aún más larga. Luego
iba al armario del porche y sacaba unas toallas y un bote alargado de color
rosa palo. Se acercaba a mí, me liaba en una toalla y luego ella se desprendía
de su ropa, dejando todo su cuerpo adulto al aire, ella decía que aquella era
la hora de tomar un baño de sol. Yo
permanecía bajo la toalla observándola con gran admiración. Cuando a ella le
parecía que ya era suficiente aquel baño de sol, se liaba en la toalla y se
sentaba en su hamaca. Después cogía el bote rosa del que emanaba un agradable
olor a flores y despojándose de la toalla, empezaba a untarse aquellos polvos
por toda la piel. Era una imagen
preciosa. Creo que fue en esos momentos
cuando aprendí lo bello que era el cuerpo de la mujer, lo perfecto que era por
cualquier lado que lo mirase. Por aquel entonces no sabía que eran aquellos
polvos y se me antojaban mágicos. Cuando Nana terminaba con los polvos, se
vestía con una bata de flores que tenía guardada en el armario y me llamaba
para cogerme entre sus brazos, y mientras me relajaba en su regazo, ella me
contaba alguna bonita historia. Mi cabeza descansaba sobre su pecho, uno de mis
brazos siempre quedaba colgado hacia la espalda de Nana y con esa mano jugaba
con su pelo, mientas que con la mano que me quedaba libre, podía acariciar la
piel de Nana que era suave y fina como la seda y emanaba un olor embriagador.
Nana se mecía en su hamaca mientras yo me entregaba a los brazos de Morfeo.
Recuerdo
aquellas siestas sobre el regazo de Nana como el momento más relajante y
placebo de toda mi vida, quizá por ello tengo tan presente estos recuerdos en éste
instante, mis días se acaban, me despido de la vida. No tengo miedo, me voy, lo
sé y me siento en armonía. Noto como, poco
a poco, mi cuerpo se adormece en sus
funciones, noto mi corazón cansado y sé
que no quiere trabajar más. No tengo miedo, no hay porqué tener miedo a morir,
es lo único seguro que tenemos en ésta vida. Pero estoy triste por Laura, la
criatura está aquí agarrada a mi mano suplicándome, entre sollozos, ¡abuelita
no te vayas! pero yo no puedo hacer nada más… Me entristece que tenga que pasar
por esta experiencia a sus veinticinco primaveras pero hemos vivido muchas
cosas juntas, hemos tejido muchos recuerdos juntas que serán todo un regalo
para el resto de su vida. La miro a los
ojos y le pido que no llore, que no
tenga miedo, que siempre vamos a estar juntas, pero mi voz es tan débil, que no
se si ella me escucha, por si acaso, le sonrío. Siento una paz tan inmensa que
no puedo evitar cerrar los ojos por instantes. Al otro lado de mi cama está
Nana, es un reflejo de luz, parece celestial. Su melena gris brilla tanto como
la última vez que la vi y sigue oliendo a flores, me tiene cogida la otra mano
y me dice ¡estoy aquí mi niña bonita!
Orgav. (Verónica Orozco García)
Todos los derechos reservados.
Relato presentado en:
PRIMER CERTAMEN LITERARIO ATENEO DE MAIRENA-INÉS
ROSALES
25 septiembre 2015.- Vero, por mensaje privado te doy mi opinión. Un saludo. Frank Delgado.
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